Lo dicen los vecinos de toda la vida, lo comentan los comerciantes que levantaron sus negocios en el barrio, y lo piensan quienes regresan después de años viviendo fuera, al reencontrarse con aquellos rincones que un día llamaron hogar:
“Esta ciudad ya no es lo que era antes.”
Las ciudades cambian y la vida avanza; eso es inevitable. Pero en los últimos años, esta transformación parece haberse acelerado de forma vertiginosa. Lo más preocupante es que muchas personas no están eligiendo ese cambio, sino que lo están padeciendo. En muchos casos, el proceso es tan rápido como forzoso.
Este fenómeno, cada vez más visible en urbes como Madrid, Barcelona, Berlín o Nueva York, tiene un nombre: gentrificación. Un término que, aunque pueda sonar académico, describe una realidad cotidiana con impacto directo en la vida de millones de personas. Y lo hace planteando retos urbanísticos, sociales y económicos que afectan al futuro de nuestras ciudades, también aquí, en el Mediterráneo.
Qué es la gentrificación
El término fue utilizado por primera vez en 1964 por la socióloga británica Ruth Glass en su obra London: Aspects of Change. Allí describía cómo los barrios obreros de Londres estaban siendo transformados por la llegada de clases medias y altas:
“Una vez que este proceso de gentrificación comienza en un barrio, avanza rápidamente hasta que la mayoría de sus antiguos ocupantes son desplazados y el carácter social del distrito se transforma.”
Hoy entendemos la gentrificación urbana como un proceso en el que barrios populares o degradados se revalorizan, atraen nueva inversión y población con mayor poder adquisitivo, y generan una profunda transformación social, económica y cultural.
La ONU-Hábitat lo define como “un fenómeno que lleva a la expulsión de los residentes originales de áreas urbanas revalorizadas, tras haber resistido durante años en contextos de baja renta y redes comunitarias locales”.
En este artículo reflexionaremos sobre todas estas cuestiones: qué es la gentrificación, cómo se manifiesta en las ciudades actuales y, sobre todo, cómo afecta al desarrollo urbano. También exploraremos si es posible canalizar este fenómeno de forma positiva o, en su defecto, qué soluciones pueden aplicarse para frenar sus efectos más perjudiciales.
¿Cómo se manifiesta la gentrificación en las ciudades actuales?
Una de las cosas que más me hacen pensar últimamente es cómo ciertas transformaciones urbanas —aunque bienintencionadas— pueden tener efectos que van mucho más allá de lo visible. La gentrificación es uno de esos procesos que, como arquitecto, no puedo dejar de observar con una mezcla de fascinación y cautela. Porque sí, a menudo empieza con mejoras: rehabilitación de viviendas, más zonas peatonales, espacios públicos renovados… pero también puede terminar desplazando a quienes llevaban toda la vida allí.
Aunque a menudo se asocia a grandes capitales, la gentrificación no es ajena a ciudades medianas o zonas costeras con atractivo turístico. En el centro histórico de Valencia, en barrios como El Carmen, o en la Costa Blanca, donde el auge inmobiliario ha revalorizado entornos antes modestos, el fenómeno se deja sentir de diferentes formas: transformación de la identidad vecinal, renovación del tejido comercial, implementación de nuevos modelos de negocio ligados al turismo y ocio, rehabilitación de viviendas y edificios, apertura de nuevas conexiones…
Mural de ‘La Nena Wapa’ del barrio de El Carmen, Valencia | Las Provincias
La clave no está en frenar el desarrollo, sino en gestionar su impacto. Mejorar un barrio, revalorizar un espacio o atraer nueva inversión no es en sí mismo un problema. El reto es que ese proceso genere valor sostenible y compartido.
Para mí, la clave está en el enfoque. Cuando el diseño tiene en cuenta la escala humana, cuando los proyectos piensan en la permanencia y no solo en la rentabilidad, cuando la planificación escucha antes de actuar… entonces es posible intervenir sin expulsar. La ciudad no tiene por qué elegir entre avanzar o preservar; puede —y debe— hacer ambas cosas a la vez.
¿Es posible una gentrificación positiva?
Lo cierto es que cada vez tengo más claro que la gentrificación urbana, como fenómeno vinculado a la revalorización del suelo y al funcionamiento del mercado inmobiliario, es difícil de evitar. Podemos regular, equilibrar, ralentizar… pero frenar completamente ese proceso en ciertas zonas urbanas, especialmente en entornos atractivos o turísticos, es imposible. Y eso no tiene por qué ser necesariamente malo, siempre que sepamos redistribuir de forma inteligente los efectos del desarrollo.
Creo que parte de la solución pasa por asumir que ciertos barrios se transformarán —porque lo dicta la lógica del mercado—, pero que al mismo tiempo podemos actuar para crear nuevas centralidades urbanas, nuevos espacios de vida comunitaria y calidad urbana en zonas menos demandadas o menos tensionadas. Zonas donde todavía haya margen para garantizar el acceso a la vivienda, fomentar el comercio local, reforzar las redes sociales y —esto es clave— protegerlas desde el planeamiento para que no se repita el mismo ciclo de expulsión.
Eso implica una forma de planificar más estratégica y anticipada. No se trata solo de actuar donde el conflicto ya ha estallado, sino de proyectar futuro en otras partes de la ciudad: dotarlas de buenos espacios públicos, equipamientos cercanos, buena movilidad, mezcla de usos y vivienda accesible. En definitiva, crear las condiciones necesarias para que también allí se pueda vivir bien, sin necesidad de competir por los metros cuadrados del centro histórico o los barrios de moda.
Desde mi perspectiva, esto no es resignarse a la gentrificación, sino equilibrar la ciudad. Pensarla como un sistema donde no todo pasa en el mismo sitio, donde se reparten las oportunidades y se cuida lo que aún no ha sido devorado por la especulación. Y eso, al final, también es hacer buena arquitectura.
En conclusión: la responsabilidad de la arquitectura
La arquitectura no termina cuando entregamos un plano, ni siquiera cuando se inaugura una obra. Nuestro trabajo tiene impacto real en la vida de las personas, y eso nos obliga a pensar más allá del diseño.
Como arquitecto, no me interesa solo proyectar espacios estéticamente atractivos o técnicamente eficientes. Me interesa cómo se habitan, qué relaciones generan, qué tejido social dejan a su paso.
El verdadero éxito de un proyecto no es solo revalorizar un barrio, sino hacerlo de forma que los nuevos residentes y los de toda la vida se beneficien por igual.
Porque la arquitectura no termina en el proyecto. Empieza ahí, pero continúa en la ciudad real, la que sigue viva mucho después de que nosotros nos hayamos ido.